Las nueve islas que conforman el archipiélago de las Azores emergen de la soledad oceánica del Atlántico a 1.400 kilómetros de Lisboa. Forman parte, en su sector más septentrional, del conjunto de la Macaronesia, denominación mitológica que procede del griego, las islas afortunadas y que hace referencia al rosario de archipiélagos del Atlántico Norte, constituido por Azores, Madeira, Canarias y Cabo Verde, conjunto con quienes comparte ciertas características del clima y sus orígenes volcánicos, consecuencia de la proximidad de las placas continentales Americana y Euroasiática que, en su lento proceso de separación, han determinado un dilatado arco de intensa inestabilidad sísmica y volcánica. Crestones y restos de cordilleras emergentes en el océano, una agitada y diversificada morfología ocasionada por la convulsa e incontenible fuerza interna de la tierra -que todavía no ha cesado-, y que ha inspirado el ensueño de la mítica Atlántida, la gran isla que, según Platón, se encontraba más allá de las columnas de Hércules.
Los navegantes portugueses descubrieron estas verdes islas en el siglo XIV, estaban deshabitadas y las poblaron a partir del siglo XV. Dentro de unas características que confieren una identidad y unidad comunes al conjunto de estas islas afortunadas, cada una de ellas exhibe sus diferencias, singularizadas por su geografía y cultura, de tal manera que, viajar por ellas, por el encanto de sus paisajes de verdes campos, montañas y negras lavas, es un permanente descubrimiento de la naturaleza indómita, su pureza de sueños y misterios sobre el azul profundo del mar. Oscuros roquedales basálticos, acantilados, cráteres –caldeiras-, montes y gigantescos conos volcánicos, se dan cita en una geografía que nos explica la potente capacidad del vulcanismo como supremo y temido artífice del relieve.
Los azoreños han sido testigos de fuertes conmociones volcánicas y sísmicas a lo largo de su corta historia: erupciones, hundimientos y terremotos que se reflejan en la morfología isleña. Su inquietante y poderosa y actividad no se ha extinguido y la convulsión del subsuelo se manifiesta en las fumarolas, géiseres, fuentes termales y alguna erupción, la última en 1957 y un terremoto en 1980. En el año 1811 una fragata inglesa asistió al nacimiento de una isla que alcanzó los noventa metros de altitud y dos kilómetros de perímetro. El comandante de la nave se apresuró a tomar posesión de la isla en nombre del Imperio Británico y la bautizó con la denominación de su barco, Sabrina. Pero el sueño colonial duró apenas dos días, cuando el mar engulló el fantasmal islote en las profundidades marinas de donde había nacido.
Estas islas, por su estratégica posición en el océano, fueron puerto y escala de gran valor en las navegaciones de descubrimiento y en las grandes rutas a las colonias americanas del Nuevo Mundo. Les cabía, así mismo, la función de abastecer a los navíos de paso junto a Madeira, Canarias y Cabo Verde, las largas travesías de los veleros impulsados por la constancia de los vientos alisios: fueron durante siglos el soporte en mitad del océano de las navegaciones de la época heroica del descubrimiento y la extensión del ámbito geográfico a partir del Renacimiento.
La condición isleña, la soledad en la inmensidad del océano ha forjado la personalidad azoreña sobre una naturaleza poco alterada. Sobre esta basta soledad anclada en las azules y profundas aguas, la vida del hombre ha sido un proceso de adaptación que ha moldeado la singularidad azoreña, la identidad de una sociedad que necesita bastarse a si misma.
La aventura del mar: los balleneros. – De mayo a diciembre los gigantes del mar, los grandes cetáceos, cachalotes y ballenas, cruzan las Azores en sus migraciones oceánicas, ciclos vitales de estas criaturas prodigiosas que dio lugar a su provechosa cacerái. Campesinos, hombres de tierra y avezados a la bravura del mar, acosaban a estos poderosos animales, cara a cara ante su fuerza descomunal, desde frágiles embarcaciones de confección local, “las baleeiras”, impulsadas a remo y les daban muerte después de horas de pavorosa lucha, sin más armas que los arpones lanzados a brazo. Necesariamente cercanos al animal, para que el impacto de los arpones fuera de mayor contundencia, los violentos coletazos del animal herido, en más de una ocasión lanzaban por los aires y rompía en pedazos las embarcaciones. A lo largo de tan penosa historia del trabajo, muchos hombres encontraron la tumba de sus anhelos y esperanzas en las movedizas aguas. La caza podía durar horas en la lenta agonía del animal, acribillado por los arponeros en una dramática y despiadada lucha. Remolcado a tierra, troceado y fundido en hornos especiales para obtener aceite, pasaba a ser un preciado producto de alta rentabilidad. Esta caza tradicional fue practicada hasta los años 60 del siglo XX, pero la industrial se prolongó hasta que se decretó en los años 80 la protección de los cetáceos. La última captura con fines científicos fue en el año 1987. El museo de los balleneros de la isla de Pico, tiene filmado el proceso de esta última cacería, un documento estremecedor de los peligros y dureza de la caza ancestral y de la trágica agonía del animal.
Los azoreños faenaron inicialmente al servicio de los balleneros ingleses y americanos, que los contrataban como arponeros o remeros. Aprendieron las técnicas para después ser ellos, en exclusiva, los protagonistas de la arriesgada y dura empresa y la explotación de sus capturas en las islas, hasta mediados del siglo XX. Herman Melville en su novela Moby Dick, cita a las Azores: Las naves de Nantucket echan el ancla para completar las tripulaciones con los fuertes campesinos de estas islas rocosas…entre estos insulares se reclutan los mejores balleneros...Desde miradores en los elevados acantilados o situados en estratégicos puntos, avistaban la presencia de los cetáceos delatados por los surtidores de su respiración. Con un cohete se anunciaba la buena nueva y, rápidamente, los hombrea abandonaban sus tareas y se hacían a la mar, en pos de “las baleias” y de un salario ganado peligrosamente y con gran esfuerzo.
En la actualidad, y tras las prohibiciones internacionales, ha terminado este arriesgado oficio y el mar ya no es el dramático escenario del ancestral encuentro. La caza se ha sustituido por el avistamiento a fines turísticos desde embarcaciones preparadas para este uso y gobernadas por especialistas que aproximan, “discretamente”, a los turistas hasta estos gigantes del mar y ante los numerosos bancos de delfines, inofensivos y alegres, un destellante espectáculo cuando surcan las aguas como relámpagos sobre las olas. En este cambio sustancial del hombre ante el mar, y sin lucha, los disparos ya son, solamente, de las cámaras fotográficas: la “caza fotográfica” y el sobrecogedor espectáculo del paso de las gigantes criaturas marinas, como atractivo reclamo turístico.
Paisaje, turismo y senderismo.- En la recortada geografía litoral de las islas, perfilada por imponentes frentes acantilados y riberas de colosales derrumbes, las playas son muy pocas y de reducido tamaño, de negras arenas y en su mayoría de guijarros. Y, por otra parte, el clima, más bien fresco y húmedo, no se puede garantizar que sea soleado, condiciones naturales y climatología que ha preservado a las Azores de un turismo masificado, de sol y playa, insensible a la conservación del medio natural y que de forma tan grosera ha destruido nuestros más bellos paisajes costeros. El turismo es mínimo, respetuoso con la naturaleza y nunca avasallador ni destructivo, muy alejado del modelo depredador impuesto en nuestro litoral. No existe el impacto de hoteles y apartamentos: los hay, naturalmente, de reducidas dimensiones, alturas que no sobrepasan dos plantas y casas rurales, lo cual permite que la arquitectura y el urbanismo tradicional siga siendo el protagonista en el paisaje humano. La población autóctona es escasa, marcada la ocupación del territorio por la ruralidad, explica la integridad y pureza de sus paisajes. Los pueblos destacan impecablemente blanqueados, resplandeciente al sol la sencilla construcción tradicional, blancura que contrasta con una originalidad estética muy lograda en la ornamentación de fachadas, la utilización de la abundante piedra negra volcánica.
La limpia belleza de los paisajes azoreños es, sin duda, un relevante valor en alza y la llamada para el viajero que pide la paz y la calma ante la solemne quietud de los grandes espacios, para los que quieran sentir el cálido aliento de la naturaleza poco alterada y conectar con sociedades humanas que no han perdido su relación afectiva y ética con el pasado y el medio en el que viven. Sobre estos factores, la administración de Azores se ha decantado por un turismo Verde y Sostenible, acogedor de viajeros concienciados y sensibles, de respeto al medio ambiente y a la conservación de la integridad natural de las islas. La amable acogida de sus gentes es otro de los valores azoreños que ayuda a interiorizar el paisaje, sin disociar al medio natural del cultural y, sin olvidar, su excelente gastronomía con sus platos estrella basados en el pescado. Cabe añadir otro factor nada despreciable: la práctica ausencia de la delincuencia
Vegetación: Temperatura equilibrada a lo largo del año, la humedad permanente con un buen régimen de lluvias, la frecuencia de las nieblas que aportan la constancia de los vientos alisios, la suavidad invernal y la influencia del mar, son condiciones climáticas que han desarrollado una densa y profusa vegetación de maravilloso encanto subtropical. Colinas y valles, las fajas, plataformas de depósito de lavas, se cubre de un manto de prados y bosques, de frondosa exhuberancia y diversidad botánica, contrapunto al oscuro color de los depósitos volcánicos. Densa vegetación, donde destacan, deslumbrantes, los bellos macizos de hortensias, blanco y azules del icono floral de Azores. Y, en este marco privilegiado de conjunción del clima y la fertilidad de las tierras volcánicas, y, entre la rica diversidad de los numerosos ecosistemas y endemismos, destaca la pervivencia fascinante del laurisilva, el bosque relicto originario del Terciario, ocupando todavía grandes espacios. Su sombría quietud penetra hasta el corazón, más allá del deleite de la mirada.
El Senderismo.- Las Azores alberga numerosos espacios naturales y culturales protegidos, marítimos y terrestres, a más de sitios de Interés Comunitario, áreas recreativas y miradores para el avistamiento de aves y cetáceos. En este marco geográfico de los paisajes como protagonistas, el Senderismo es el mejor medio para conocer el país, paso a paso, por el propio esfuerzo. Las Azores son un verdadero paraíso senderista, con recorridos para todas las capacidades físicas y apetencias, por sus montañas, la variada y colorista morfología volcánica, calderas, crestas y derrumbes, plataformas de lavas, colapsos y negros edificios, monumentos naturales y la suavidad de sus verdes colinas. Un monumental universo de color para vivirlo en medio de la azul inmensidad del océano.
Notas de viaje, agosto de 2014.
Rafael Cebrián Gimeno.