LA FLOR DEL INVIERNO

Vamos a comenzar con unos presuntos malos olores.
El eléboro fétido (Helleborus foetidus), marxívol en valenciano, no huele mal como su apellido da a entender y no lo hace porque ninguna flor esparce aromas repugnantes a no ser que se encuentre en determinadas circunstancias estresantes, ¡sí estresantes!, como verse encerrada en una habitación de por vida o en peligro de muerte inminente por arrancamiento, y en este caso se encuentra el eléboro fétido; en esos cruciales momentos y sólo en ellos, unas sospechosas glándulas al final de unos pelillos de sus flores, podrían ser las desencadenantes de vapores nauseabundos que no son otra cosa que la queja justificada del vegetal. Las flores deben oler bien, sobre todo las melíferas como ésta, pero de eso hablaré más tarde.
La conclusión es que el apelativo “fétido” carece de sentido en un noventa y nueve por ciento de la vida de esta planta.
Es el momento de dejar zanjado el tema olfativo para pasar a otra cuestión de la azarosa vida de la planta de verdes flores. La ligereza con que en la Edad Media se asignaban poderes curativos a algunas plantas, hicieron que a ésta se la considerara una panacea en la cura de dolencias tan variadas como víctimas de muerte súbita hubo entre sus desafortunados y cándidos usuarios; las virtudes que médicos inexpertos vieron en la seductora pero no inocente apariencia de la planta venenosa, hizo el resto y la “rosa de serpiente” se llevó al otro mundo a muchos creyentes convencidos de sus propiedades.
Oculta en los rincones más oscuros de las raíces del eléboro, la helleborina es una sustancia tóxica que se pasea luciendo una mercancía capaz de paralizar corazones y conexiones nerviosas y lo que, en prudentes dosis podría ser un tónico cardíaco similar a la digitalina, se convierte en un violento y certero veneno al oponer una fuerte resistencia a abandonar el flujo sanguíneo de los cuerpos en los que se introduce.
Pero aún hay más; en las artes de la hechicería se la consideraba néctar del Maligno y toda clase de aviesas intenciones difamatorias flotaban en frescos bosques caducifolios donde crecía junto a los conjuros que pretendían contrarrestar el influjo de turbadores poderes satánicos. Consecuencia de esta fama en Francia se la conoce como “pan de culebra”.
Los eléboros nacen en hayedos, robledales y otros reinos donde nuestra fantasía nos convierte en magos y las sombras juegan al escondite entre los troncos y helechos; en tal escenario sus formas no pueden pasar desapercibidas porque, sobre el mullido suelo forestal, se forma un diminuto jardín de hojas como palmeras tropicales entre las que avanza erecto, un tallo con brácteas, que no hojas, cobijando a flores que cuelgan como campanas mirando al suelo del que proceden.
Frente a todo pronóstico, esta “flor de invierno” consume sus días entre gélidas temperaturas con una tenacidad inaudita para las que se consideran flores de estaciones más ardientes. Entre nieves y brumas inyecta en sus cuencos un néctar tan atractivo que, de forma tímida primero y arrebatadora más tarde, es imán de abejas que acuden a esta planta melífera en tan inusual momento.
Esta contradictoria planta convierte su perverso maleficio en virtud melífera desconcertando, como en tantas ocasiones, a los observadores de la naturaleza.

Texto: Teresa Casquel
Fotos: Guillermo Fau

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