Una escapada de Semana Santa de tan solo 10 días a Turquía no es suficiente como para conocer en profundidad la magnitud territorial y el patrimonio natural y humano que atesora este sorprendente país, pero si, 10 días intensos y bien provechados, abren ilusionadas expectativas de otros viajes por su historia y por el sinnúmero de sus espléndidos paisajes. Turquía es el compendio de una larga y densa historia escrita sobre una heterogénea geografía y encuentro entre dos mundos distintos y secularmente enfrentados. Puente entre Asia y Europa, con orillas que bañan el mar Negro, el Egeo y el Mediterráneo, el variado mosaico de sus tierras, de altas montañas, fértiles valles, mesetas, llanuras y la resplandeciente complejidad de un dilatado litoral de míticos mares, ha sido desde la Prehistoria la cuna y el asiento de florecientes civilizaciones, culturas superiores que en estas tierras alcanzaron el cénit de su creatividad y que en muchas de sus manifestaciones, por su monumentalidad, han ganada la distinción de Patrimonio de la Humanidad.
La Turquía mediterránea y Estambul son dos sectores profundamente diferenciados del gran país, con dispares paisajes modelados por la pródiga naturaleza y el paso incesante durante siglos del hombre. Dos sectores cada uno de los cuales, por si mismo, justifica el viaje. Dos sugestivos y atractivos lugares para una escapada que dejan en el ánimo el deseo de volver, porque diez días no cierran tantas posibilidades, sino que, más bien, apenas las entreabren. Paisajes y caminos orillando el Mediterráneo, caminando por la escarpada costa, por el rastro de milenarias culturas y Estambul, una de las ciudades del viejo mundo que abruma con el hechizo de su milenaria historia y poderosa personalidad.
Orillas mediterráneas de Turquía: La Costa Licia.
Descubrir con la mirada una costa virgen, sin la degradante invasión de sus orillas por el cemento y elevados edificios que no dejan ver el mar, ya es un regalo para los sentidos para quienes, como los valencianos, hemos perdido la belleza de lo más selecto de nuestros paisajes litorales, entregados a una explotación turística basada en la privatización especulativa. Turquía conserva intacta la mayor parte de su extensa y resplandeciente costa mediterránea, bañada por cristalinas aguas turquesa y de luminosos cielos intensamente azules. Entre las poblaciones ribereñas de Fethiye y Antalya, se recorta el litoral en una península que responde al evocador nombre de Costa Licia, memoria de una floreciente cultura prehelénica que pobló estos territorios montañosos de ámbito marino, entre montañas elevadas que penetran en el mar para dibujar con su relieve la sinuosa costa, en la que se alternan pedregosas calas, resplandecientes bahías y suaves y doradas playas entre acantilados y profundas aguas de cristalina transparencia. La erguida barrera de los Montes Tauro, con sus 3.000 metros de altitud, flanquea con su muralla estas tierras peninsulares y las separa de la árida meseta de Anatolia, un factor orográfico determinante que individualiza y confiere características propias y personalidad a la Costa Licia. Un nombre sinónimo de bellos paisajes de mar y montaña y depositario de un impresionante patrimonio de viejas culturas, notables ruinas del legado de hititas, licios, griegos, romanos, seléucidas, otomanos y armenios. También los cruzados dejaron su huella en las fortalezas jalonando el paso de sus sangrientas invasiones. Culturas superiores que legaron en estas tierras abiertas al mar la originalidad de sus obras en el cenit de su creatividad. La civilización Licia, una federación de 19 ciudades independientes, asimilada por helenos y romanos, se diluye sin violencia en la historia con estas culturas, dejando el misterio de sus remotos y misteriosos orígenes. La huella Licia que ha quedado con mayor fuerza en el paisaje son las tumbas, centenares de cámaras sepulcrales esculpidas en la roca de los verticales farallones calizos y que revelan un acendrado culto a los antepasados, perpetuando su memoria en la roca viva. En Tinara, una de las ciudades más importantes de la antigua Licia, es donde en mayor número se encuentran estos sepulcros rupestres, agrupados como un gigantesco panal y dando frente, desde los elevados y verticales acantilados donde se encuentran, a un amplio y rico valle de fértiles tierras agrícolas, bien regado por aguas abundantes que llegan de las cimas nevadas de los montes Tauro, como si en el ritual de la muerte y la última morada, se ofrendara como presente el luminoso valle.
Paso a paso por caminos junto al mar: La Ruta Licia.
Entre las poblaciones marineras de Fethiye y Antalya, un camino de 350 kilómetros de longitud discurre a lo largo del accidentado litoral, por un relieve forzado por las montañas que se adentran en el mar por desfiladeros, proas y cortantes acantilados. La inglesa Kate Clow, instalada en Antalya, marcó una ruta para hacer solamente a pie, un Sendero de Gran Recorrido, enlazando viejos camino costeros que unían poblaciones y lugares, una propuesta del mejor estilo y filosofía senderista que ha pasado a titularse La Ruta Licia. Caminando, la más bella forma de viajar en el tiempo por la naturaleza y tras la huella del hombre, paso a paso por el camino de la Ruta Licia, se combinan los paisajes naturales con el impresionante patrimonio de una de las civilizaciones más enigmáticas del mundo Mediterráneo. De este recorrido, durante seis días, se cubrieron los tramos más interesantes en la doble vertiente paisajística y monumental. Siempre a la vista de la costa, sobre los acantilados y las montañas, besando en ocasiones las orillas del mar, siempre el mar como compañero, con el rumor inquieto del oleaje y el intenso azul, contrapunto en la composición del paisaje de montañas y tierras asomadas al Mediterráneo. Montes que superan los mil metros junto al litoral con una cota máxima en el Olimpos de 2.350 metros de altitud.
El relieve, estructurado sobre un fuerte componente de grandes espesores calizos, el clima y la cubierta vegetal, hermana los paisajes licios con los de nuestras montañas, con igual identidad y armonía mediterránea de formas, colores y perfumes. Se reconocen plantas, flores y el arbolado, como propios. Vegetación donde se aprecia mayor humedad que en nuestras tierras, sin matorral espinoso y donde aparecen robustos robles, muy cercanos al mar y a tan solo 400/500 metros de altitud. Todo denota más lluvia y más frío, sin abandonar las características propias del clima mediterráneo. Y el camino, tierra y piedras, y, ante la mirada, un paisaje familiar que sientes en la pisada como si en el ensueño de la naturaleza no hubieras salido de tus montañas. Por encima de los históricos desencuentros y violencia habida en las aguas mediterráneas, hay más lugares de coincidencia e identidad que de desencuentro y discrepancia.
Los sagrados y eternos fuegos de Yanarta.
Yanarta quiere decir Piedras Ardientes, un expresivo topónimo que da cuenta de un lugar excepcional, unas formaciones volcánicas al pie del monte Olimpos, donde una gigantesca bolsa de gas natural alimenta fuegos eternos en una ladera rocosa. Por varias bocas resplandece la llama del gas que arde espontáneamente en su contacto con el oxígeno del aire. Su posición, visible desde el mar, fue un faro de la antigüedad y lugar de culto. Como no podía ser de otra manera en estas tierras nimbadas de leyendas, los fuegos tienen su mito en la terrorífica criatura con cuerpo de cabra, cabeza de león y cola de serpiente, que aterrorizaba a las gentes del lugar y quemaba las cosechas con el fuego de su aliento. Surge el héroe dispuesto a luchar con la bestia y pide el favor de de los dioses que recompensan su valor y su entereza de espíritu enviándole a Pegaso, el caballo alado, un aliado que le permite localizar al monstruo al que vence en batalla, quedando el fuego abrasador y destructivo, cautivo e inofensivo en la montaña. El héroe corre en la noche portador de una antorcha encendida para difundir la buena nueva a los pueblos liberados de la tiranía del engendro, el anuncio de la paz a las gentes que, según se dice, con todo su simbolismo pacificador, pasó de aquí al anuncio a las naciones de la celebración de las olimpiadas. Yanarta y el sagrado lugar de los fuegos están al pie del monte Olimpus (2.350 metros), hermosa montaña, también sagrada, como el Olimpo mitológico de la Grecia Continental.
Estambul.
En el año 1.453 el Imperio Otomano somete Constantinopla, la capital del otrora poderoso Imperio Bizantino, y extiende sus fronteras en fulgurante conquista de los Balcanes, Asia Menor y Oriente. Los vencedores cambiaron el nombre de la histórica capital del mundo romano por el de Estambul, fortaleciendo el carácter y la personalidad de la ciudad con su tolerancia religiosa, su eficiente administración y su inmenso poder militar, social y cultural. Constantinopla/Estambul, dos nombres evocadores del auge y caída de imperios de la antigüedad, en la encrucijada de pueblos y culturas fusionadas por la fuerza asimiladora de la ciudad, muestran en el testimonio monumental de sus edificios, palacios, fortificaciones, mezquitas, bazares…la relevancia de su floreciente pasado. Entre Europa y Asia, separados dos continentes y dos mundos culturales e ideológicos por un estrecho corredor marítimo, la ciudad nace a la historia con el privilegio de su estratégico emplazamiento. Las ciudades son el reflejo del ayer vivido y en su carácter trasmiten la personalidad de sus habitantes. Estambul no es una ciudad fósil anclada en el brillo de sus glorias pretéritas, su legado no la ha convertido -como sucede en otras ciudades-, en un museo habitado. Estambul no es solamente el turbador compendio de su larga y brillante historia: la ciudad, dinámica y activa, sin síntomas de decadencia, muestra su capacidad acogedora con la identidad de los pueblos viejos habituados a su grandeza. Multitud por las calles, el trasiego es continuo, abarrotando los comercios, las calles y el laberinto colorista del Gran Bazar, con el contraste de lo antiguo y lo moderno. La belleza natural de la ciudad desborda en el luminoso Bósforo, surcado por embarcaciones entre las orillas donde se asoman palacios, mezquites, mansiones, casas… entre dos mundos no siempre bien avenidos y que ahora se dan la mano cara a un futuro con la Unión Europea que se anuncia pacíficamente compartido.
Atatürk es la Turquía actual, un estado moderno y secular estructurado por la fuerte personalidad y voluntad de Mustafá Kemal. En 1923 se reconoció como república multipartidista apoyada en una constitución civil. Una reforma democrática radical que abolía los tribunales basados en leyes religiosas, separando el poder civil del religioso y liberando al país de las limitaciones que en la vida política impone el Islam. Sociedad civil, estructuras políticas de partidos y sistema parlamentario se impulsaron durante el mandato de un líder indiscutible. Además de esta concepción progresista del estado que lo igualaba al resto de Europa, creó infraestructuras de desarrollo social y económico que en la actualidad le proporciona las bases de la integración en la Unión Europea. Los turcos se sienten legítimamente orgullosos del país y de su líder, verdadero constructor y “Padre de los Turcos” tal como quiere decir Atatürk.
Rafael Cebrián Gimeno