PAISAJE SIN LEYENDA

La verdad de lo que siento
no es verdad porque lo sienta
es verdad porque lo cuento.

José Bergamín

Este otoño está siendo especialmente combativo; días atrás las lluvias torrenciales arreciaron por las zonas próximas a la Foia de Alcoi y por barrancos y ramblas que normalmente permanecen secos, bajaban aguas con el ímpetu desencadenado por las plomizas nubes, fieles servidoras del temporal de levante.
En lugar no determinado de un atropellado relieve, donde las sierras de Cantacuc y Foradada se tocan, nace el barranco de Margarida, salvaje y sinuoso curso que a partir del puente de Calderes se convierte, por obra de historias moriscas, en el indisciplinado torrente de l’Encantada.
El discreto bloque de la sierra de la Albureca se ve atravesado por el juego de las aguas que corren por este camino llenándola de rincones evocadores de leyendas arrebatadas al espíritu. A partir de su contemplación se desató hace unos cuantos siglos, la fantasía colectiva de las gentes que han habitado los aledaños del barranco de l’Encantada, como desatada era la fuerza que el agua arrastraba este otoño revuelto y provechoso.
Se cuenta que una bella doncella mora salía cada cien años al encuentro de caminantes distraídos para otorgarles sus dones virginales y, como premio a tan terrenales uniones, les ofrece un tesoro custodiado por ella. Sus pechos resplandecen como la plata iluminados por la luna y su voz resuena como un laúd suave y certero hacia los conmocionados parroquianos que, aturdidos por la velada y sensual figura, no supieron muy bien como explicar en sus lugares de origen el desenlace carnal; sin embargo de los caudales nada más se supo. Se dice que la aparición centenaria se venia cumpliendo religiosamente, aunque no hay fecha fidedigna para la próxima, y más aún, para no dar pistas, unas veces sorprendió al arriero de Planes en el estanque del Salt, y otras escogió el Clot del Molí para el vecino de Catamaruc, así que la legendaria joven iba pintando l’Encantada con el profano color del deseo de sus amantes.
Y ese recuerdo ancestral, primitivamente mágico, clavado en cada de las grietas del edificio de piedra, me contagió su aroma a lo largo del recorrido.
Cuando apareció ante mí el “toll del Salt”, no hicieron falta historias populares, pues la corriente viva del agua emancipada de las apreturas de cauces y riberas, se dejaba caer al lago como melena al viento, y con la soberanía de los espacios abiertos saltaba deshaciéndose en diminutas gotas en vuelo libre para extenderse en el “toll” y romper con su ruidosa percusión el espejo uniforme del agua.
Cualquier cosa hubiera dado yo por ser alguna de aquellas gotas viajeras, salpicar sobre la dura roca y ablandarla a golpecitos suaves y resbalar por unos instantes sobre las hojas del aladierno limpiándolas del polvo del camino, y reposar en el fondo de cieno y algas para acabar alimentando a culantrillos cuando desde las rocas bajaran a beberme.
De nuevo sobre el camino, volvió el mundo real sobre una chopera que exhibía sin pudor un último esfuerzo por deslumbrar con su dorada luz antes de desnudarse para el invierno.
Si el año circula como un tren, de estación en estación, la más esperada para mí es el otoño que, aunque tiene el aspecto de final trágico, tal cosa no es cierta en absoluto; las hojas de los árboles lucen colores insospechados para cualquier otra época del año y cuando, moribundas caen, ablandan el suelo dejándolo mullido, preparado para alimentar a los diminutos seres constructores del bosque.
Por encima de las aristas de la Penya de l’ Espill, el paso de las nubes otoñales era lento y tenaz, esos cirros que el viento del oeste alarga en formación como jinetes que avisan de buen clima. Las nubes mensajeras se desplazan con parsimonia, se toman su tiempo y construidas por cristales helados aparecen livianas, finas transparencias que rasgan el azul del cielo. Pero no hay que olvidar que tras la paz viene la guerra y también en otoño, el carácter mediterráneo alegre pero belicoso, se adueña del mar donde se preparan batallas pendientes desde el verano que se libran, por cuestiones estratégicas, en estas montañas.
La leyenda de La Encantada es fascinante como todas, pero se esfumó como las nieblas que pululan desorientadas por los valles cuando el calor del sol las disuelve, porque la doncella hizo la maleta con su hechizo a cuestas siendo empujada por el viento del olvido. Por este motivo, cuando me asomé al Clot del Molí no apareció su imagen entre la espuma de la inquieta agua y no se oyeron sus canciones sobre los resaltes rocosos del Tossalet de la Dona, crestones hilvanados como un encaje de blonda recortando el amenazante caminar de las nubes.
Sin embargo, tras una estela de encantamientos, nos dejó desinteresadamente el tesoro que había guardado durante tantos siglos. El misterio y su protagonista se alejaron, pero el hermoso paraje que los había visto nacer y morir quedó como testigo que hablaba por sí mismo.
Ahora los sobresaltos del torrente salían a mi encuentro sin intermediarios y las joyas ocultas que la leyenda cuenta, aparecieron a la vista sin condiciones ni promesas, los frutales ofreciendo los frutos tardíos, el gemido del agua despeñándose a tumba abierta, el aroma húmedo y embriagador de las huertas del molino y la senda escueta y mojada que llevaba hasta la misma orilla.
Siguiendo el murmullo del agua, atrás quedó el Molí junto a su Clot y, con la senda por delante, un valle más fascinante que mil diademas de oro agareno, parecía perderse finalmente allá abajo en el río Serpis. Cóncavo, femenino y enérgico, l’Encantada sostenía sobre su piel al más puro matorral mediterráneo sometido hace años a la cruel disciplina del fuego.
Sin menospreciar el espectáculo apoteósico del valle, en los momentos previos al silencio y la atonía del inverno, la Zoraida (“mujer cautivadora” en árabe) del cuento había sacado del escondite miles de perlas en forma de campanitas de color rosado que formaban un jardín deleitoso al borde del sendero. La planta de aspecto nupcial responde a varios nombres, el solemne Erica multiflora, el jocoso “petorrets”, y por fin, brezo, para entendernos. Sus caricias y l’Encantada ese día me robaron el corazón.
Es muy frecuente caminar por la montaña compartiendo el espacio con coscojas, jaras, aliagas y otras plantas gregarias que en salvaje complicidad ciñen libremente nuestro paso y encontrarse de pronto ante un sendero con la anchura necesaria para contener un vehículo, una casa de escasas pretensiones, un pequeño territorio cultivado con síntomas de mayor o menor despreocupación y posiblemente un perrito ladrador y valiente detrás de una valla consistente en una retahíla de artilugios caseros como rejas o viejos somieres sacados de contexto. Pero, en otras ocasiones más afortunadas, la interrupción del éxtasis natural se produce con suavidad y encanto; así fue mi llegada a la Casa de Saribel, situada en una explanada, avanzadilla de la sierra hacia el corredor del Serpis. La vivienda dotada de algunos elementos de moderna tecnología, queda un tanto alejada de un recoleto mirador a la antigua con una separación aproximada de un siglo entre ambos.El balcón se encuentra sombreado por altos pinos salvados del incendio que abarcó todo lo que la vista alcanza sobre la sierra de la Albureca. Desde sus bancos de piedra pueden verse las paredes oscuras del Cantalar, la dorada cresta del Benicadell, la ladera del barranco de Mitja perdiéndose entre los cerezos y almendros en un fondo indefinido y se puede respirar el aire de la tarde cuando, por detrás de los cipreses de la ermita del Santo Cristo de Planes, parece deslizarse hacia el horizonte el cielo más púrpura que el otoño puede diseñar.
Descendiendo por un aéreo camino por encima de altas peñas sobre el Tossal de la Cova de la Vila, disfruté de la profundidad del último tramo del valle mientras las paredes de la sierra de la Albureca abrazaban a la corriente hasta su desembocadura.
Finalizó l’Encantada sus días en un tumultuoso encuentro acuático con el Serpis desconcertando esta vez a un hermoso bosque de ribera enmarañado en el suelo y diáfano en las copas y sentí como se alejaba la leyenda, río abajo camino del mar y del exilio como lo hicieron hace siglos “los siervos de Allah que caminan por la tierra humildemente”…
Hasta hace pocos años, las joyas vigiladas por la dama del sortilegio fueron buscadas con tesón por las gentes de los valles cercanos sin resultado, sin embargo ahora quedan al alcance del que sabe mirar los paisajes más triviales con el corazón, dejando que se lo roben de vez en cuando.

Texto: Teresa Casquel
Foto: Guillermo Fau